porque el tiempo es breve, pero me ama

lunes, 4 de noviembre de 2013

sangre

recuerdo la primera vez que sentí el sabor de mi sangre. era un sabor contaminado por el metal de los aparatos de ortodoncia que usaba cuando chica. usé aparatos de ortodoncia hasta los doce años de edad. recuerdo la primera noche que dormí con ellos, no eran los típicos brackets que se usan ahora, sino unas prótesis acrílicas con unos fierritos que parecían los parachoques de mis dientes. uno para el maxilar superior, otro para el inferior. el dentista los llamaba "paladares". en aquella época dormía junto a mis dos hermanas mayores en una sola habitación. ellas ocupaban un camarote y yo, la pequeña cama de una plaza en la que duermo hasta ahora.

lo que más me gusta de mi angosta cama es pensar en la posibilidad de invitar a otra persona a ocuparla y sujetarnos uno del otro para evitar la caída. me gusta imaginar que mi cama es aquella tabla a la que te aferras en medio de una tormenta en altamar, cuando el barco ha naufragado. me gusta pensar que además podría ser una enorme red, eso haría que tú y yo fuéramos a consecuencia dos peces gigantes, míticos, con esa belleza que te da la condición de ser imposible.

ahora que lo pienso bien, quizá la orden inicial y totalmente secreta fue la de ponerme parachoques en la boca. no tanto para evitar la desastrosa naturaleza de mi expresión oral, sino más bien para medir o intentar controlar el impacto del beso. tú sabes que yo no beso, más bien embisto. conservo cierta actitud primitiva en mis gestos de afecto. alguna vez también he sacado sangre a mordidas. alguna vez temí que mis dientes afligidos o indignados decidieran saltar por la borda. puedo imaginar a mi madre y a mi dentista confabular por el bien de mi futuro, la sana intención de evitarme la multa por llevar de manera descontrolada y temeraria               el afecto.

***

intenta dormir con cualquier objeto ínfimo entre los dientes. uno pequeñito. la mina de un lápiz de color. instala lo ajeno en alguna parte de esa cavidad dentada y oscura.

tenía ocho años cuando me colocaron mis primeros aparatos de ortodoncia. aquella noche me los dejé puestos para dormir, cosa que no volvería a hacer más, en el futuro dejaría los aparatos sumergidos en un vaso con agua, sí, como un abuelo con dentadura postiza. siempre pensé que de llegar a vieja usaría dentadura postiza. son el tipo de cosas que piensas cuando en vacaciones escolares tus padres te dejan a cuidado de los dibujos animados. mi dentadura sería mi pez dorado de la senectud. de seguro le pondría nombre y en mis ratos de demencia senil sostendríamos las conversaciones más profundas del mundo.

recuerdo la primera vez que probé el sabor de mi sangre. no fue la noche en que dormí con aquellos aparatos extraños, pero a veces un recuerdo toma de la mano a otro recuerdo y a veces también sucede que compiten como en ese juego en el que dos equipos disputan su fuerza tirando de una soga para hacer que el contrincante caiga al lodo.

pero es cierto que la sangre y el metal estuvieron en mi boca y que aquella primera vez estaba observando la evolución en el desplazamiento de mis dientes cuando de pronto empezó a brotar un chorro lento desde mis encías. recuerdo estar lavando mis dientes mientras la pasta dental se tornaba rosada y escupir vanamente mil veces con la esperanza de que el agua no fuera ese líquido baboso y sanguinolento. recuerdo que con el tiempo empecé a encontrar encantador el sangrado de mis encías, aunque nada tuviera que ver el saxofón, pero sí los dibujos animados, nuevamente.

***

la última vez que sentí el sabor de mi sangre en mi boca era miércoles. la sangre provenía de mi estómago. horas antes había estado conversando contigo en "el paso". esperábamos los panes con cerdo y el café. en la tele unas chicas de cuerpos hermosos cometían distintos actos denigrantes. así es la televisión en mi país. el entretenimiento consiste en ver a una muchachita semidesnuda intentar ingerir algo similar al vómito de un bebé. me contabas cómo obtuviste un cilindro para el agua con dibujos de las tortuninjas. días antes me habías obsequiado una, justo la que lleva tu nombre. caminamos del restaurante hasta mi casa y luego de mi casa al estadio donde sería el concierto. es extraño cómo en un momento estás saltando y cantando como desquiciada y luego, en otro, estás mirando flotar lo que cenaste en estado casi líquido dentro del inodoro. más extraño aún que el desconcierto que esto te genera sea superado por la sorpresa de ver tu rojísima sangre entre el vómito.

***

mi mamá me cuenta que cuando estaba aprendiendo a caminar me partí la lengua. quizá tenía un año y algunos meses de edad. iba por ahí haciéndome la autosuficiente cuando de pronto ¡zaz! caída boba. como resultado mi lengua cuelga de un fuerte hilo de carne y me llevan justo a tiempo para que los doctores logren coserla con éxito. no pude pronunciar bien la doble erre ni la che durante mucho tiempo. nunca he podido recordar nada de lo que me cuenta, me dice que casi me ahogo con mi propia sangre. solo tengo como prueba las secuelas de tan insólito accidente. ¿quién demonios se parte la lengua con sus propios escasos dientes?

es rara la convivencia con nuestra propia sangre. está ahí todo el tiempo, circulando dentro, tomando viada, retornando, perdiéndose en los extraños aparatos del cuerpo, renovándose de manera infinita y estamos tan conscientes de que el lugar que debe ocupar es el de la invisibilidad, que nos genera espanto o pena un tajo en la yema de un dedo.

espanto y pena.


fin de la transmisión.