Conocerás a una mujer, como yo conocí a un hombre, que te cambiará tanto que cuando todo acabe no sabrás cuánto por ciento te queda de verdad, qué cantidad de tu ‘yo original’ ha sobrevivido. Terminarás siendo tan bueno que no te reconocería ni tu madre. Bueno, buenísimo y estable hasta el asco.
Serás un ser servil y no más ese/ser/vil// que fumaba hasta consumirse la colilla, porque ahora sabes calcular el tiempo exacto para freír un huevo sin que la yema endurezca.
Regresarás a tu habitación y harás lo de siempre: caminar semidesnudo, beber líquidos como si Lima fuese el desierto del Sahara, mirar por la ventana aquellos fuegos artificiales y ser parte de una ceremonia que nunca te alcanzará.
Dejarás crecer tu vello púbico y quizá también la pelusa de tu ombligo. Involucionarás hasta volver a ser el muchacho de los veintiséis años cuando ya casi tienes treinta y seis, porque aunque no te has dado cuenta sigues fabricando círculos y eso no te convierte precisamente en El Señor de los Anillos; solo que has aprendido a sentir como leyendo una enciclopedia y la realidad te supera, te sobrepasa, no sabes resolver nada que no hayas leído en un libro.
Conocerás a una mujer cíclica y ciclista y la maravilla será una fotocopia, una nave que espera por algún sitio libre para el aterrizaje y cuando digo aterrizaje en verdad pienso ‘caída libre’.
Tus ganas de recorrer el mundo se detendrán cuando te empiece a fallar la próstata, solo entonces te darás cuenta que es mejor negocio invertir en el lenguaje, porque para escribir una historia magnífica ningún doctor tendrá que palparte el ano.
Alguna tarde extrañarás ser lo que no solías ser.
Al releerte sabrás que todo lo que has escrito es tan genérico como una tira de pastillas de ibuprofeno. Quizá entonces intentes hacer bien las cosas, solo que cuando aquello suceda andarás más ocupado tratando de recuperar las pocas sensaciones verdaderas que tuviste y eso te resultará tan fácil como tratar de hallar una grano de arroz en una avalancha de nieve.