porque el tiempo es breve, pero me ama

martes, 28 de enero de 2014


la única forma en la que logro disfrutar adecuadamente el viaje es realizando mi rutina habitual en el lugar visitado. es decir, continuar con mis actividades cotidianas, solo que cambiando el escenario. odio el papel de turista. prefiero imaginar que vivo desde siempre en el lugar que recién piso. de ahí que goce mucho más con la idea de sentarme un buen rato en la banca de algún parque o plaza, que del planear una gran expedición a las ruinas. levantarme tarde y quedarme remoloneando lo necesario o en el mejor de los casos, dejar que el calor de tu cuerpo venza toda famélica intención de salir de la cama.

desayunar pausadamente.

demorarme entre sorbo y sorbo, volver a los lugares tres, cuatro, cinco veces y repasar con los ojos los tentáculos del pulpo, las ancas de la rana, los amuletos paganos, el puesto de los quesos cúbicos, cilíndricos, con decorados dignos del art nouveau; hincar la nariz en el humo del saumerio, en la fragancia del orégano tostado sobre la tapa de una olla puesta al fuego; hundir los dedos en las vísceras de una vaca, en un saco repleto de chullos, en una nube que vuela bajo; masticar las semillas de los frutos, recabar con la lengua todos los sabores de tu sexo; dejar que la lluvia me reviente las costuras de las botas, que las hojas caídas de los sauces se queden a vivir en mi cabello.

hallar esos lugares que fácilmente podrían volverse mis refugios favoritos. saludar a todos con un 'hola' y guardar el protocolo en un cajón perdido de la memoria. evitar esas fotos que podría encontrar en anuncios promocionales del turismo y concentrarme en los detalles que se filtran por el rabillo del ojo.

mimetizarme un tanto. adquirir el color que el sol procure para mi piel.