porque el tiempo es breve, pero me ama

lunes, 2 de mayo de 2016

En el pueblo de San Marcos estuve por vez primera frente a una magnolia, una flor de la cual solo había escuchado el nombre y que me resultaba familiar por ser el título de una de mis películas favoritas de la vida, una película sobre la soledad y el perdón (lejos de todo lo cursi) dirigida y escrita por Paul Thomas Anderson; pero, además, por estos versos de Eielson: 'pero luchar luchar luchar/todas las noches con un tigre/ hasta convertirlo en una magnolia...'. Los tigres, como ustedes sospecharán, no se parecen en nada a las magnolias. La magnolia es una flor similar a esos pozos que formamos con las manos cuando queremos recoger en ellas agua. Sus pétalos no son pétalos, sino 'tépalos', lo cual significa -entre otras cosas- que su textura y estructura es más similar a la de una cebolla que a la de cualquier otra flor. A diferencia de la cebolla, una magnolia no te hará llorar por el simple hecho de picarla para la ensalada. Las magnolias son polinizadas por escarabajos, esto se debe a que existen desde hace tantos millones de años que son incluso anteriores a la aparición de las abejas. Tal vez encontrarse con una flor 'cara a cara' no sea para algunos un suceso tan importante, pero a mí me conmueve. Siempre me estremece el plano real de nuestra existencia, me recuerda lo diminuta e insignificante que soy frente al mundo, frente a lo desconocido, me encara ante mi ignorancia, me devuelve a la certeza de que si bien las películas y los libros son maravillosos instrumentos de aprendizaje, cuestionamiento o reflexión, forman parte de una experiencia inconclusa, en especial si se les considera suficiente para entender una idea o -peor aún- superiores a lo vivencial. Quizá sea cierto que contemplar una flor comprenda un acto muy simple. O quizá sea tan simple como intentar convertir a un tigre en esta flor.