mientras caminamos del chifa a mi casa y la garúa tontísima de lima nos deja ridículamente húmedos -ya no de pena ni de desamor,
sino de una palabra que intenta expresar la incapacidad de sentir cualquier cosa- y me hablas de las personas como si estas fueran
meteoritos mientras la sopa se bambolea caliente en su envase descartable, canto una canción con la cuarta parte de mi capacidad
de concentración y te entrego la presa grande de mi conciencia porque todo nos ha unido hasta este instante.
reafirmo entonces que viene así, con la casualidad de todo lo predecible a estrellarse contra nosotros, el erizo que busca vivir
bajo nuestras pieles. ese otro que nos ha impactado. una masa incandescente, rocosa, que pese a su aspecto rudo fácilmente se
deshace ante nuestra presencia. y es eso lo que nos mata. lo que nos conmueve. esa vulnerabilidad que nos vuelve también astro o
cometa. mamíferos cubiertos de púas. algo que se desmorona.
saberse de memoria los guiones del amor resulta insuficiente. la negación es un recurso agotado. mantenerse sobrio y de pie
mientras te hundes tampoco sirve. ya nada nos repara. pero caminamos y cantamos y nos dejamos tocar nuevamente, sacamos la lengua
para recibir el sucio sollozo de estas nubes. enumeramos todo aquello que extrañamos. el mordisco en las cejas, el intenso calor
de su cuerpo, la lectura privada en voz alta, la complicidad de ciertas risas, el sexo contra el espejo, la dilatación del placer
contenido, la expulsión de la vida. tener que olvidarte de todo lo que adoras le resta importancia a los motivos. tememos y
añoramos el retorno de ciertas emociones ciegas. deseamos permanecer en la luminosa oscuridad del desencanto. nos cobijamos
incrédulos en una esperanza debilitada. y nos repudiamos con la misma intensidad con la que nos hemos entregado al otro cuando ya
todo se termina. no buscamos soluciones. buscamos cubrirnos de capas transparentes.