porque el tiempo es breve, pero me ama

lunes, 17 de marzo de 2014


(...) pero cuando piensas en 'Esta mano viva' te acuerdas de una historia que te contaron una vez sobre James Joyce: Joyce en París en el decenio de 1920, circulando por una fiesta hace ochenta y cinco años cuando una mujer se le acerca y le pregunta si puede estrechar la mano que escribió Ulises. En vez de tenderle la mano derecha, Joyce la levanta en el aire, la estudia unos momentos y dice: "Permítame recordarle, señora, que esta mano también ha hecho otras muchas cosas." Nada de detalles, pero qué deliciosa muestra de indecencia y connotación, tanto más eficaz en cuanto que todo lo dejó a la imaginación de la mujer. ¿Cómo quería que lo viese? Limpiándose el culo, probablemente, hurgándose la nariz, masturbándose en la cama por la noche, metiendo los dedos a Nora en el coño y haciéndole cosquillas en el ojete, reventándose espinillas, quitándose comida entre los dientes, arrancándose pelos de la nariz, sacándose cerumen de los oídos; pueden rellenarse los espacios en blanco según convenga, teniendo en cuenta el aspecto fundamental: lo que más asco produjera a la mujer. Tus manos te han servido en tareas similares, desde luego, las manos de todo el mundo han hecho esas cosas, pero principalmente se utilizan en tareas que requieren poco o ningún esfuerzo mental. Abrir y cerrar puertas, poner bombillas haciéndolas girar en el casquillo, marca números de teléfono, lavar platos, pasar páginas de libros, sujetar la pluma, cepillarte los dientes, secarte el pelo, doblar toallas, sacar dinero de la cartera, llevar bolsas de la compra, pasar tu abono por los molinetes del metro, pulsar botones en máquinas, recoger por la mañana el periódico de los escalones de la entrada, abrir la cama, enseñar el billete al revisor del tren, tirar la cadena del retrete, encender tus puritos, apagarlos en el cenicero, ponerte los pantalones, quitártelos, atarte los zapatos, echarte espuma de afeitar en la punta de los dedos, aplaudir en conciertos y obras de teatro, meter la llave en la cerradura, rascarte la cara, rascarte el brazo, rascarte el culo, tirar de maletas con ruedas en aeropuertos, deshacer el equipaje, colgar tus camisas en perchas, subirte la cremallera del pantalón, abrocharte el cinturón, abotonarte la chaqueta, hacerte el nudo de la corbata, tamborilear con los dedos en la mesa, cargar papel en tu aparato de fax, arrancar talones del talonario, abrir cajas de té, encender la luz, apagarla, ahuecar la almohada antes de acostarte. Esas mismas manos han dado a veces puñetazos a gente (como se ha mencionado anteriormente), y en tres o cuatro ocasiones, en momentos de intensa frustración, también han golpeado paredes. Han arrojado platos al suelo, los han dejado caer y los han recogido. Tu mano derecha ha estrechado más manos de las que te sería posible contar, te ha sonado la nariz, limpiado el culo y dicho adiós muchas más veces que palabras tiene el diccionario más voluminoso. Tus manos han tenido en ellas el cuerpo de tus hijos, han limpiado el culo y sonado las narices de tus hijos, han bañado a tus hijos, han frotado la espalda y enjugado las lágrimas de tus hijos, han acariciado la cara de tus hijos. Han palmeado el hombro de amigos, compañeros de trabajo y parientes. Han empujado, dado empellones y levantado gente del suelo, aferrado los brazos de gente a punto de caerse al suelo, empujado la silla de ruedas de quienes no podían andar. Han acariciado el cuerpo de mujeres vestidas y desnudas, han recorrido toda la piel desnuda de tu mujer y encontrado el camino hacia cada parte de su ser.

[ Diario de invierno - Paul Auster ]